Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 13 de febrero de 2024

Miércoles de ceniza. En camino hacia la Patria


Mañana es Miércoles de ceniza y da comienzo la Cuaresma, los 40 días de preparación para la Pascua, tiempo de gracia y de misericordia, en el que el Señor nos invita a la conversión.

La congregación para el culto divino recuerda que el rito de las cenizas está muy arraigado en el pueblo cristiano, y lo explica así: «La ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal». 

En el Antiguo Testamento, cuando se hacía penitencia para pedir perdón a Dios, era muy común echarse ceniza en la cabeza y vestirse con un saco. En la Iglesia de los primeros siglos se retomó este gesto para los que estaban obligados a la «penitencia pública»: quienes habían cometido robos o adulterio o habían jurado en falso, entre otros pecados.

No es por casualidad que la fórmula de imposición de las cenizas se tomara del libro del Génesis, en donde se narra la expulsión del Paraíso, después del pecado: «Eres polvo y al polvo volverás. Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén» (Gen 3,19ss). 

Durante la eucaristía, los pecadores tenían que permanecer en el atrio del templo, expulsados de la Iglesia (verdadero Paraíso) y privados del Cuerpo de Cristo (fruto del verdadero árbol de la vida). Se sentían como si hubieran vuelto a la situación anterior a su bautismo. 

Pasados los 40 días de penitencia, eran reconciliados el Jueves Santo por la mañana y podían regresar a la compañía de los santos, anticipo e imagen de la Jerusalén celestial. 

Hace unos 1000 años se extendió la costumbre de imponer la ceniza en la cabeza a todos los cristianos, no solo a los grandes pecadores, ya que todos somos peregrinos, que atravesamos el desierto de la vida, con la esperanza de llegar un día a la patria del cielo.

Nuestra vida es un camino, no exento de peligros, pero tenemos una meta clara. A diferencia de los que no saben adónde se dirigen, nosotros sabemos hacia dónde vamos: «al descanso definitivo reservado al pueblo de Dios» (Heb 4,9). 

La Carta a Diogneto (texto del siglo II), citando a san Pablo, afirma que los cristianos no podemos identificarnos totalmente con el lugar donde nacimos, porque «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20): «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. Toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo».

En la Cuaresma se nos recuerda esto de una manera especial: aún no hemos llegado a la meta, aún no estamos totalmente convertidos, aún necesitamos esforzarnos para parecernos más a Cristo.

El actual himno de laudes (versión española), tomado de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, cumbre de la poesía española del s. XV, recuerda que la vida mortal es un camino hacia la eterna: 

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar. 

La Jerusalén celestial es la ciudad permanente hacia la que caminamos. Pero hay peligros en el recorrido que pueden desviarnos. Para que no nos perdamos, la Iglesia nos regala una nueva Cuaresma y nos invita a seguir los pasos de Cristo, que ya nos ha precedido y nos espera en la meta.

Tomado de mi libro La fe celebrada. Historia, teología y espiritualidad del año litúrgico en los escritos de Benedicto XVI, Burgos 2012, pp. 212-214.

Deseo a todos los lectores de mi blog una santa y bendecida Cuaresma, unidos a Cristo, a la Virgen María y a todos los santos.

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