Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

lunes, 20 de abril de 2015

Crónica de una aurora. Encuentro con Jesús resucitado junto al lago


Hasta Pentecostés seguiremos celebrando las fiestas pascuales, recordando que Cristo resucitado sigue presente entre nosotros y que hemos de descubrirle, como les sucedió a sus discípulos, que estaban acostumbrados a convivir con él, pero tuvieron que aprender a verle de formas nuevas.

Quiero compartir con ustedes una meditación escrita por un monje argentino titulada "Crónica de una aurora", en la que reflexiona sobre el encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos junto al lago de Galilea, sobre el encuentro de Jesús resucitado conmigo, contigo, con cada creyente. El que piensa en voz alta es un discípulo de entonces y de ahora:

Qué profunda era la noche. Abrumaba ese cielo estrellado, ese hiriente titilar de calladas luces infinitas que, aun siendo incontables, nada alumbran. Y pensé: la luz tenue multiplicada por el número que sea, siempre sigue siendo tenue. Mil sospechas no hacen lo que una sola certeza.... Noche negra, noche ciega, noche quieta.

En el mar, el oscuro casco del firmamento cubre sin cobijar, envuelve y expone a la vez la desnuda poquedad de la propia condición. Noche y mar son como la conspiración cósmica más hiriente a la propia intemperie. La intemperie interior.

Y ahí estaba yo, con ambas manos entrelazadas en la nuca, dejando que esa tremenda negrura se me echara encima, cual aplastante bota de carcelero y chocara con el espeso desasosiego que bramaba desde abismos insospechados.

Conmigo éramos siete en la barca. Habíamos salido tarde, ya bien entrada la noche, casi sin decidirlo. Aunque, por cierto, había implicado una sorda decisión crucial: es que era la vuelta a una rutina abandonada hacía ya tres años. Tal vez por eso mismo todos disimulamos y cuando Pedro rompió un largo silencio con un escueto y suspirado “voy a pescar”, todos murmuramos un desmañado “vamos”.

La vida sigue. Esa era la muda y fatídica frase que enmarcaba la triste noche. Al rato estábamos ya llegando a lo hondo del Tiberíades donde dejar de remar. Natanael, Juan y Tomás ya estaban en el agua estirando las redes a babor, Santiago y Pedro hacían lo mismo a estribor. Quedamos dos buscando cardúmenes desde la popa. La luna menguante poco y nada aportaba en la tarea.

Pero habían pasado largas horas, habíamos rotado por todos los puestos, y el fracaso era inmutable y abrupto: nada.

Y ahí estaba, mirando a la nada. Increíble posibilidad humana: poder mirar a la nada. Y sobre ese oscuro fondo amorfo volvían a indomables borbotones las escenas de los días pasados. En vano buscaba ahuyentarlas como al mismo Leviatán, pero no había caso, y como el sediento en el desierto, me abandonaba -una vez más- a que el lacerante recuerdo de Su Rostro volviera a destrozarme las entrañas.

El agua golpeteaba suavemente contra la barca y sobre el firmamento volvía a cabalgar el Rabbí, Jeshuah, el Maestro. Pensé en medio de un gran desorden interior: sus rasgos no podré olvidarlos, sus gestos y palabras tampoco; lo que no sé cómo retener es su Voz, el timbre de su Voz... ¿llegará el día en que lo haya olvidado, en que se haya desvanecido en mis entrañas?

Y atinaba, como un esfuerzo de salvataje, volver a escuchar su timbre, diciendo lo que fuera. Le armaba frases, de esas que seguro había pronunciado en cantidad; giros que le eran frecuentes. Y hasta logré, con la cómplice ayuda de un cosmos mudo, volver a oírle reír.

Mil años son un ayer que pasó dice el Salmo. A mí, por el contrario, las últimas 24 horas me sabían a milenio. Me escalofriaba caer en la cuenta de que eran apenas horas lo que me separaban de esa Cámara Alta en que me dijera y me expresara tanta cosa junta... eran apenas horas lo que me separaban de sus promesas, de sus últimas recomendaciones, de su presencia, del fuego de sus ojos... Y ahora no estaba.

Juan -tal vez el más desinhibido en tratar lo intratable- quebró el silencio y como sabiendo que el callado pensar de cada uno rondaba sobre lo mismo, como quien sube el audio de una conversación ya empezada, estampó: “si se habrá sentado en esta misma barca, en esta misma tabla...”

A lo que Pedro animó, señalando la proa: “horas enteras ha dormido hecho un ovillo allí, agotado de tantas andanzas, o de nosotros...”

Su mano quedó colgada del aire, señalando en falso, mientras su vista se perdía lejos, muy lejos, en una lejanía que sabía a infierno.

Temía por Pedro. Era -a mi juicio- el más débil del grupo. Estaba quebrado, deshecho. La traición -pensé- más aún que la muerte, es en verdad, lo sin remedio. Repetía al ritmado golpeteo del agua estas tres palabras “lo-sin-remedio” que como un ácido parecían ir comiendo y taladrando hasta las coyunturas.

¡Quién me diera alas de paloma! Pero no para volar y descansar, sino para volver sobre mis pasos, para volar y desplazar el curso de mi libertad, de mis opciones bajas, cobardes, horrendas... Ser otro del que fui en Getsemaní, ser otro en el Pretorio, ser otro en el Gólgota... Alas de paloma para ser otro.

Mientras, empezaba a clarear y un rosa muy delicado se esmeraba en teñir el cielo, recordé otro amanecer, en la misma barca, en el mismo mar... y al Maestro que venía caminando sobre las aguas. Sin palabras, sin que se escuchara su voz, sin presunción ni engreimiento, pero Señor.

Y otra vez el temor: ¿sabría recordarlo así? ¿Exquisitamente “así”? Ni un poco más erguido, ni un poco menos sereno: en la exacta conjunción de rasgo, gesto y porte que lo hacían tan...Único. ¿Sabría? ¿Lo lograrían los demás? ¿Pasarían los mil años del salmo y el ayer seguiría tan fresco como aún lo apresaba mi retina? Miedo a deformar. Miedo a olvidar: ese era el mayor tormento.

En eso estaba cuando veo recortada sobre la orilla la silueta como de un hombre. Aunque tal vez solo fuera una solitaria encina. Quieto, parecía venirnos observando desde hacía rato. Cuando nos acercamos algo más a la orilla confirmé que no era un árbol sino un hombre.

Misterioso y callado, costaba lograr ver su rostro pues un sol gigante estaba en plena tarea de despegarse del horizonte y llenaba de fogosos naranjas el firmamento. Una erguida silueta se recortaba dentro de ese inmaculado fuego y luz.

Y la figura rompió el silencio de la aurora con un sereno “muchachos, ¿tienen algo de comer?” Pedro dio el no. Un no que parecía condensar y reverberar incontables otros noes. Era la síntesis de toda carencia, de toda ausencia. Entre todas -pensé- la falta de sentido: esa sí, es la parte más pesada...

Y la figura dijo: “tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán”. Cuando dijo esto, algo en mi interior comenzó a inquietarse. El acento de ese hombre, la firmeza de la consigna, el verbo encontrar... En la barca todo era estupor y mudez.

Santiago echó mano a las redes ya enrolladas en la proa y las arrimó al borde; sin debate alguno, todos comenzamos a ayudarlo y echamos las redes...

Lo que pasó luego es muy difícil de verbalizar. Las redes parecían no lograr soportar el peso de cardúmenes enteros, que parecían acompañar la danza de fuego de la aurora.

Mientras todos tironeábamos de los cabos para arrastrar hasta la orilla semejante pesca, Juan, en vez de ayudar, estaba atónito mirando al hombre de la orilla. Y gritó.

Tal vez el grito más significativo de la historia del Hombre. Un grito entrañable, como de parto, que pareció deslizarse en eco hasta los confines del orbe: “¡es el Señor!”

El Lucero se estaba escondiendo sobre el Oeste; el sol ya estaba entero, escalando el firmamento; el cosmos entero, en pasmo severo, parecía contener el aliento ante el retumbe estruendoso de un candoroso adolescente que había estampado la afirmación más audaz que un humano pudiera atrever.

Y a Pedro le alcanzó. En un instante se había ceñido la túnica y se había arrojado al agua para llegar a nado antes que la barca.

No podré olvidar jamás ese encuentro, entre un hombre desgarbado por el cansancio de tanto llanto, destrozado por la traición, empapado de angustia y desolación, y un Jesús sereno abocado a cocinar unos peces y unos panes cotidianos.

Pedro se había aferrado a sus piernas y lloraba a mares como un niño. No se animaba a levantar los ojos. Y balbuceaba palabras sueltas y sin sentido, con sabor a compunción, dolor y gozo.

Jesús se inclinó y con su mano le obligó a levantar la cara; lo miró y lo amó y con apenas un susurro, como una brisa de aurora, lo calló y dijo: nada de eso, Simón, hijo de Juan. No vuelvas sobre eso. Nunca vuelvas sobre eso. Pon los ojos en Mí; no en tu traición. ¿Me amas?

Pedro estaba completamente revuelto y conmocionado. Seguía llorando como niño y parecía que lo iba a lastimar de lo apretado que estaba al Maestro, y su respuesta no era justamente escolar, ni de las que se repiten de memoria en el catecismo; con mezcla de grito y gemido repetía ahogado en su propio llanto: Sí, Tú lo sabes todo, Rabbí, Tú sabes lo que te niego y lo que te quiero.

Y yo volví sobre mi miedo, mi único miedo: que pasaran los milenios y la fascinación por su persona mutara en gélida adhesión a una doctrina; el fogoso encuentro apasionado, en hierática ceremonia conmemorativa; miedo a que la cautivada atención al “¿me amas?” virara en la rancia narración de la blasfemia humana; y que el entrañable gemido de amor, menguara en insulsa moralina.

Esa mañana, a orillas del Tiberíades, solo pedí esto al Dios eterno: que el lago sepa cómo retornar al río, y el río a su vertiente; solo así, el agua de los bajos sabrá tan fresca y cristalina como su fuente y origen.

Y mientras miraba cómo el agua de la orilla, tras acariciar el pedregullo, volvía a la hondura del lago, sonó el triple ring del microondas entregándome un oscuro café humeante.

Y apagué el celular, y cerré la PC y despejé un poco el escritorio de boletas de Edemsa y Telefónica, y abrí el Evangelio en Juan 21, y cuando me topé con el Rostro del Nazareno, fresco, intacto, inmediato... supe que en aquella arcana aurora mi plegaria había sido escuchada.

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