Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 3 de septiembre de 2020

Poesía mística: María Ángeles Gómez Pascual (2)


Ya sabía yo que les gustaría la poesía de ayer. Acerquémonos hoy a otro poema de la misma autora, en el que confiesa que no tiene palabras para expresar la experiencia de Dios que ha vivido. Las expresiones ordinarias no son capaces de comunicarlo. Y, sin embargo, siente dentro la necesidad de compartirlo con los demás, por lo que usa imágenes poéticas: el Amado, la esposa, la llama de amor que la consume, “la noche amable más que la alborada”, el deseo de un encuentro pleno y definitivo. 

Después de haber escrito sus poemas, sigue sintiendo que no ha sido capaz de decir casi nada, porque “entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo”. A pesar de todo, seguirá intentándolo, como el niño que se esfuerza por hacerse comprender, aunque aún solo sabe balbucir sonidos ininteligibles. 

Después de muchos esfuerzos, quizás –finalmente– consiga convertir su experiencia en palabras y así podrá conseguir que muchos otros se lancen “a zaga de la huella del Amado” para vivir lo que ella ha vivido.

¿Está explicando la experiencia de san Juan de la Cruz con palabras contemporáneas?, ¿está hablando de su propia experiencia, apropiándose de palabras y expresiones del Santo?, ¿me sirve esta poesía para expresar mis propios sentimientos?, ¿acaso todos los místicos viven realidades parecidas, por lo que se iluminan los unos a los otros? 

Yo solo sé que leyendo estas cosas se despierta en mí el deseo de una vida plena y definitiva, que hasta ahora solo he intuido y pregustado en breves sorbos. Por favor, cuando terminen de leer el poema, léanlo una segunda vez, convirtiéndolo en oración. Yo haré lo mismo. 

La Paz se derramaba en el silencio, 

y después de que hubiera acontecido
el dulcísimo encuentro,
el íntimo contacto
de mi ser con el ser en el que vivo,
yo sentía el impulso
de proclamar mi dicha;
un deseo apremiante de expandirme
y de expresar lo inexpresable.

Se desbordaba el alma traspasada
por el contacto con el Infinito,
y hablaba de la noche y de la aurora,
y del Amado y de la Esposa;
hablaba de la luz y de la llama.

Pero no es eso, no,
que mis palabras
se me quedan pequeñas y lo achican.
No pueden contener lo incontenible.

Tan solo un balbuceo
y un gemido,
y un grito y un suspiro,
y un aullido quizá, como de fiera.

No las palabras, no. Pues la Palabra
ha resonado en mí profundamente
y se ha dicho en dulzuras indecibles,
en un intraducible no-lenguaje,
no-poema, no-música, no-canto,
sino más, mucho más.

Presencia oscura,
indefinible gozo inabarcable
y a la vez el dolor de la impotencia,
más que amor, más que luz.
Todo misterio
y silencio en que todo se consuma.

Un silencio de nuevo que me incita
a gritar proclamando lo indecible,
a intentar expresar lo inexpresable
en desbordado alcance
del saber no sabiendo,
y sentir superado lo sensible
y amar con amor nuevo,
incontenible.

Y otra vez el silencio.
Y el balbuceo niño, y el gemido
y el desbordado afán de la impotencia.

Pero todo en la paz,
honda y ardiente, 
que me dejó a su paso el Infinito.

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