Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 23 de abril de 2013

La memoria y la esperanza en san Juan de la Cruz


Ayer, a partir de un cuadro que representa una alegoría de la prudencia, tuvimos ocasión de hablar del pasado y del futuro, de la memoria y de la esperanza. Hoy vamos a profundizar en el tema iluminados por san Juan de la Cruz, que nos invita a purificar y llevar a plenitud la capacidad de la memoria con la virtud de la esperanza. Como veremos, el tema es actual y la doctrina del Santo nos ofrece luz para nuestras vidas concretas. La fotografía de una carmelita descalza anciana que reza junto a otra más joven también nos muestra el pasado y el futuro unidos en el presente de Dios.

La memoria nos permite conservar y recuperar los conocimientos y las experiencias. La capacidad de almacenamiento de nuestra memoria es enorme y se extiende a las experiencias que nos han provocado placer y a los conocimientos que hemos adquirido por distintos cauces. Porque poseemos una memoria tan capaz, no tenemos que aprenderlo todo cada vez y podemos adquirir nuevos conocimientos a partir de los antiguos (individualmente y como especie). 

Pero la memoria también conserva las experiencias negativas de los pecados repetidos hasta transformarse en vicios o de los acontecimientos que nos han causado sufrimiento. Todos hemos experimentado alguna vez la crueldad de algunos recuerdos que pueden llegar a paralizarnos. San Juan de la Cruz reflexiona sobre los daños que puede causar en el hombre la memoria vinculada a las experiencias pasadas y habla de «las penas y turbaciones que crían en el alma las cosas y casos adversos» (3S 6,3). Él sabe que, si no las superamos, pueden ser terribles: «Vano es el turbarse por eso, pues antes se dañan que se remedian» (Ídem). 


Por eso insiste en el gran bien que supone purificar la memoria con la virtud de la esperanza, ya que quien confía en que Jesús cumplirá sus promesas de redención no se ancla en el pasado, sino que mira al futuro, seguro de que «antes pasarán el cielo y la tierra a que deje de cumplirse su palabra» (cf. Mc 13,31; Mt 5,18). Aunque solo fuera por esto, ya merece la pena vivir en esperanza: «Por solo ser causa de librarse de muchas penas, aflicciones y tristezas […], es gran bien» (3S 4,2).

Si la esperanza es necesaria para purificar la memoria de las experiencias negativas vividas en el pasado, aún lo es más para avanzar en el camino espiritual, en el que la memoria puede ser un gran impedimento. De hecho, la persona religiosa se aferra a sus buenas experiencias y querría conservarlas y repetirlas. Pero Dios es más grande que todo lo que ya hemos gustado de Él hasta ahora y es un peligro que prefiramos los dones de Dios a Dios mismo. Por eso nos pide que sacrifiquemos todo lo que nos ha dado hasta ahora para quedarnos solo con Él, como pidió a Abrahán el sacrificio de su hijo Isaac, que era el don más precioso que había recibido de Dios (cf. Gen 22).

La memoria remite a lo que ya se posee y la esperanza a lo que aún no se posee. San Juan es consciente de que liberarse de las experiencias religiosas positivas para abrirse en esperanza a la novedad de Dios supone un gran esfuerzo. Por eso son muchos los que prefieren quedarse con lo que ya conocen y son pocos los que se arriesgan por caminos desconocidos: «Hay muchos que no quieren carecer de la dulzura y sabor de la memoria en las noticias, y por eso no vienen a la suma posesión y entera dulzura» (3S 7,2). 

No se trata de anular lo que se ha vivido hasta ahora, sino de no encerrarse en ello, de ser libres para seguir creciendo: «Pues lo que pretendemos es que el alma se una con Dios según la memoria en esperanza, y que lo que se espera es de lo que no se posee [...], cuanto la memoria más se desapropie del recuerdo de formas y cosas que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria» (3S 15,1).

La esperanza nos permite estar abiertos a recibir algo más grande que todo lo que ya hemos vivido, conocido o gustado. Si solo esperamos poseer algo que entra en nuestras capacidades, eso es lo que recibiremos. Pero si esperamos de Dios lo que Él quiere darnos (a sí mismo, su misma vida), no quedaremos defraudados. No hay que poner límites a la esperanza, porque el creyente «alcanza tanto de su Amado cuanto de él espera» (2N 21,8), tema que se repite en la siguiente poesía:

Tras de un amoroso lance
y no de esperanza falto,
volé tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance [...]

Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo,
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera.

Esperé solo este lance
y en esperar no fui falto,
pues fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.

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