Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 15 de julio de 2021

El escapulario de la Virgen del Carmen


Los carmelitas nacimos en Tierra Santa, en el Monte Carmelo, que tuvimos que abandonar a lo largo del siglo XIII, debido a la presión de los musulmanes. 

Al llegar a Europa, los primeros carmelitas se encontraron con que el Concilio IV de Letrán en 1215 había prohibido la creación de nuevas Órdenes religiosas, por lo que numerosos obispos no aceptaban la presencia de los carmelitas en sus diócesis, alegando que pertenecían a una Orden nueva y desconocida.

De nada servía que los carmelitas les recordaran sus orígenes en el Monte Carmelo y que su regla de vida había sido promulgada por el Patriarca de Jerusalén. 

A pesar de que los sucesivos papas escribieron varias cartas de recomendación para los carmelitas, las persecuciones se sucedían, llegando en algunos casos a la prohibición de celebrar el culto público en sus iglesias y al desmantelamiento de sus pobres conventos.

Muchos amigos de la Orden les sugerían que buscaran el patrocinio de algún señor feudal poderoso, al que ofrecieran su obediencia a cambio de protección, según las costumbres de la época; pero ellos se negaron, afirmando siempre que la única señora a la que servían y que había de defenderlos era la Virgen María. Ella era la señora del Carmelo y sus hermanos e hijos confiaban en su auxilio.

Por entonces la gente normal disponía de poca ropa. Normalmente solo tenía una túnica, que se protegía con una especie de bata o gran delantal durante los trabajos. A esta prenda protectora se llamaba «escapulario», porque caía desde las «escápulas» (los hombros), cubriendo el pecho y las espaldas.

Los siervos de cada señor feudal llevaban estos escapularios de un determinado color y tamaño, con lo que se podían distinguir en las guerras, a la hora de pagar peajes por atravesar las tierras del señor o participar en el mercado, etc.

Como los carmelitas se negaron a tener ningún señor que les protegiera en la tierra, adoptaron el hábito y el escapulario de color pardo, de la lana de oveja sin teñir, que es el que llevaban los pobres y desheredados. Mientras tanto, seguían confiando en el auxilio de María.

Cuenta la tradición que un general de la Orden, de origen inglés y de nombre Simón Stock, especialmente devoto de la Virgen, rezaba cada día para que acabaran las persecuciones con la siguiente oración: 

Flos Carmeli, Vitis Florigera, Splendor coeli, Virgo puerpera, Singularis, Mater mitis, Sed viri nescia, Carmelitis sto Propitia, Stella maris. 

Que traducido al español dice: «Flor del Carmelo, Viña florida, Esplendor del cielo, Virgen singular. ¡Oh, Madre amable! Mujer sin mancilla, muéstrate propicia con los carmelitas, Estrella del mar».

Entonces sucedió el prodigio. Corría el año 1251 y la Virgen María vino a su encuentro con el escapulario marrón en sus manos, el mismo que los religiosos habían escogido, porque no querían señores feudales que les protegieran, ya que sabían que la Virgen era su Señora. La Virgen le dijo: «Este escapulario es el signo de mi protección». A partir de entonces fueron cesando las persecuciones y el escapulario se convirtió en signo de consagración a María y de su protección continua.

En torno al escapulario se multiplicaron las tradiciones. La más importante es la de «la bula sabatina», que parte de un sueño del papa Juan XXII, al que la Virgen del Carmen dijo que ella personalmente sacaría del purgatorio el sábado siguiente a su muerte a quienes fallezcan con el escapulario.

Con este motivo se fundaron numerosas «cofradías de ánimas», que ofrecían misas por las almas del purgatorio en altares de la Virgen del Carmen. Muchos cuadros y relieves la representan con las almas del purgatorio a sus pies y con ángeles que sacan de las llamas a quienes están revestidos del escapulario.

La archicofradía del Carmen llegó a ser la más extendida de toda la cristiandad, con sede en iglesias de todo el mundo. Hasta no hace mucho se necesitaba un permiso escrito del General de la Orden para que un sacerdote pudiera imponer el escapulario agregando, así, a los fieles a dicha archicofradía, que los papas enriquecieron con numerosas indulgencias. Hoy ya no es necesario y cualquier sacerdote puede imponer el escapulario a los fieles que lo soliciten.

A lo largo de los siglos son innumerables los fieles que han llevado el escapulario como signo de su amor a María. También son numerosos los prodigios y conversiones que la Virgen ha realizado entre los que llevan con fe y devoción esta prenda tan humilde.

Pío XII escribió: «La devoción al escapulario ha hecho correr sobre el mundo un río inmenso de gracias espirituales y temporales».

Pablo VI: «Entre las devociones y prácticas de amor a la Virgen María recomendadas por el magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos, sobresalen el rosario mariano y el uso del escapulario del Carmen».

Juan Pablo II lo llevaba siempre consigo y lo recomendó en muchas ocasiones, afirmando: «En el signo del escapulario se pone de relieve una síntesis eficaz de espiritualidad mariana que alimenta la vida de los creyentes, sensibilizándolos a la presencia amorosa de la Virgen Madre en su vida. El escapulario es esencialmente un “hábito”. Quien lo recibe queda agregado a la Orden del Carmen, dedicado al servicio de la Virgen por el bien de la Iglesia y experimenta la presencia dulce y materna de María. ¡Yo también llevo sobre el corazón, desde hace mucho tiempo, el escapulario del Carmen!».

Benedicto XVI afirmó: «El escapulario es un signo particular de la unión con Jesús y María. Para aquellos que lo llevan constituye un signo del abandono filial y de confianza en la protección de la Virgen Inmaculada. En nuestra batalla contra el mal, María, nuestra Madre, nos envuelve con su manto».

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