Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 26 de septiembre de 2013

Que Cristo se forme en nosotros


San Pablo nos invita a trabajar “hasta que Cristo se forme en vosotros” (Gál 4,19). Esto significa que debemos “revestirnos de Cristo” (Gál 3,27), hacer todo lo posible para que “Cristo habite en nuestros corazones por la fe” (Ef 3,17). 

De esa manera, tendremos “el pensamiento de Cristo” (2Cor 2,16), seremos “una criatura nueva en Cristo” (2Cor 5,17), seguiremos “el camino del amor, a ejemplo de Cristo” (Ef 5,2). De esto se trata: “ser de Cristo” (2Cor 10,7), “pertenecer a Cristo” (Gál 3,29), “vivir en Él” (Flp 1,21) y dejar que Él “viva en nosotros” (Gál 2,20). 

San Juan de la Cruz, al inicio del Cántico Espiritual recoge la experiencia que marca el inicio de todo verdadero proceso de conversión cristiana, y que consiste en «caer en la cuenta»; es decir, en tomar conciencia, asumir vitalmente que el cristianismo no es un conjunto de doctrinas, de ritos o de normas morales, sino el encuentro con el amor incomprensible de un Dios que nos ha creado por amor, que nos ha redimido por amor y que nos ha rodeado de mil manifestaciones de su amor antes incluso de nuestro nacimiento. En definitiva, un Dios que es siempre «el principal amante» (C 31,2) en sus relaciones con el hombre:

«Cayendo el alma en la cuenta de lo que está obligada a hacer […]; conociendo la gran deuda que debe a Dios en haberla criado solamente para sí (por lo cual le debe el servicio de toda su vida) y en haberla redimido solamente por sí mismo (por lo cual le debe todo el resto y la correspondencia del amor de su voluntad) y otros mil beneficios en que se conoce obligada a Dios desde antes que naciese…» (C 1,1).

Una fe meramente intelectual podría limitarse a creer que Dios existe y que lo que nos ha revelado es verdadero. Pero eso no es suficiente. Se necesita una fe cordial (del corazón), que consiste en confiar en este Dios que se ha manifestado en Jesucristo, el cual me ha amado «hasta el extremo» (cf. Jn 13,1), hasta entregarse «por mí» (cf. Gal 2,20). Solo cuando el hombre repara en estas cosas puede dar una respuesta personal.

«Caer en la cuenta» no significa comprender totalmente el misterio del amor de Dios, que se ha revelado en Cristo, (algo, obviamente, imposible) ni tener claro todo lo que hay que hacer para servirle. Es solo el punto de partida de un proceso que dura la vida entera. San Juan de la Cruz afirma que hay que seguir profundizando siempre en esta experiencia original:

«Por más misterios y maravillas que han descubierto los santos doctores y entendido las santas almas, les quedó todo lo más por decir y aun por entender, y así hay mucho que ahondar en Cristo, porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término» (C 37,4).

Por eso, la persona enamorada se esfuerza por «imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saber imitarla y actuar en todas las cosas como actuaría Él» (1S 13,3; D 159). 

Lo que pide el Santo no es una repetición literal de sus «actos», sino comportarnos según sus «actitudes»: ¿Cómo actuaba Él ante las autoridades civiles y religiosas, ante las instituciones, ante las tradiciones?, ¿cómo lo hacía frente a las mujeres, los enfermos, los extranjeros y los otros grupos que no eran considerados socialmente? Así debe actuar el cristiano. 

Lo aclara cuando recomienda «no hacer ni decir palabra notable que no la dijera o hiciera Cristo si estuviera en el estado que yo estoy y tuviera la edad y salud que yo tengo» (G 3). No basta con repetir lo que hizo Cristo. Estamos llamados a hacer lo que Él haría en las circunstancias concretas que nos toca vivir. 

Para poder actuar así, hemos de «considerar» la vida de Jesús; es decir: estudiarla, reflexionarla personalmente, profundizar en su conocimiento: Debemos «formarnos» para que Cristo «se forme en nosotros».

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