Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 7 de abril de 2015

Las mujeres en la Pascua


Las discípulas de Jesús ocupan un lugar especial en la narración que los evangelios hacen de la muerte y resurrección de Jesús. El cuadro de Henry Ossawa Tanner las representa en su camino hacia el sepulcro.


En el momento de la muerte del Señor, cuando parecía que Jesús estaba completamente solo, «algunas mujeres contemplaban la escena desde lejos. Entre ellas María Magdalena, María, la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, que habían seguido a Jesús y lo habían servido cuando estaba en Galilea. Había, además, otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (Mc 15,40-41). 


Los tres verbos usados para hablar de la relación de estas mujeres con Jesús son: «seguir», «servir» y «subir» (a Jerusalén). Los tres han sido usados repetidamente por Jesús en sus enseñanzas y resumen lo que él espera de sus discípulos. Estas mujeres han asimilado las enseñanzas de Jesús, hasta convertirse en verdaderas discípulas suyas.

Cuando los varones fallan, aparecen estas mujeres que han seguido a Jesús, que lo han servido y que han subido con él a Jerusalén. 

Desde el fondo de la dura soledad de la muerte, controlada por varones, emergen ellas, como signo de la verdadera Iglesia, formada por aquellos que siguen y sirven a Jesús, en el camino de la cruz.

Después del suplicio, José de Arimatea pide a la autoridad el cuerpo de Jesús y lo entierra. Por su parte, «María Magdalena y María, la madre de José, observaban dónde lo ponían» (Mc 15,47). 

En el silencio del calvario y del sepulcro, cuando todos se retiran, quedan ellas, como signo de fidelidad por encima de la muerte.

Ellas han permanecido en un segundo plano a lo largo del camino hacia Jerusalén, en el que los varones parecían ocupar el primer puesto. Han dejado la iniciativa a los discípulos, que aseguraban a Jesús que no le abandonarían, que beberían de su cáliz, que darían la vida por él. 

Pero cuando ellos fracasan, rechazando a Jesús, emergen ellas, como encarnación del evangelio y principio de la Iglesia. Ciertamente, son valiosos el centurión –que confiesa a Jesús como Hijo de Dios–, Simón de Cirene y sus amigos enterradores, pero no bastan para edificar la Iglesia y no pueden recibir la palabra fundante de la Pascua. La comunidad mesiánica solo podrá fundarse sobre el testimonio y la palabra débil de estas mujeres, que han seguido a Jesús, le han servido y han subido con él a Jerusalén. También lo han hecho los varones, pero estos no se han mantenido. Ellas sí.

«Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús…» (Mc 16,1-8). 

Ellas han sido más fieles que los hombres y su amor se ha demostrado más profundo, pero aún no han descubierto el poder de Dios. Se dirigen al monumento funerario, convencidas de que ya no tienen más función sobre la tierra que llorar al amigo muerto.

«Pasado el sábado, […] muy temprano, el primer día de la semana, antes de salir el sol». En este texto encontramos cuatro referencias al tiempo que pasa, repetidas de dos en dos. 

El tiempo que pasa se ha llevado todas sus alegrías. Con Jesús habían descubierto un mundo nuevo, maravilloso: él las había ayudado a descubrir su dignidad. Pero ahora está muerto y el tiempo pasa rápido.

«María Magdalena, María la de Santiago y Salomé». Todos los nombres son femeninos. No hay varones que las acompañen y puedan descorrer la piedra del sepulcro. Los varones del entierro han cumplido su misión y ahora piensan en rehacer sus vidas. 

Solo quedan ellas. Jesús es el primero y el único que las trató como personas, que las liberó de ser catalogadas como objetos propiedad de los varones, que las estimó por lo que son y las enseñó a estimarse. Ahora que él no está, nada merece la pena. No piensan en volver a la vida anterior a su encuentro con Cristo. Solo les queda el recuerdo. Ellas mismas se sienten muertas con Cristo. Caminan a sepultarse con él.

«Iban comentando: ¿quién nos correrá la piedra?». Buscan un cadáver para ungir, los restos de un amigo ya desaparecido. Para ellas no hay futuro: sus ilusiones se estrellan contra la losa pesada que cierra el sepulcro.

«Vieron a un joven con una túnica blanca». Se encuentran con un muchacho joven (signo de vida) vestido de blanco (signo de victoria, de fiesta) y reciben un mensaje desconcertante: el anuncio de la Pascua.

«Buscáis a Jesús, el nazareno, el crucificado». Estas tres referencias a la persona histórica de Jesús subrayan que buscan a un personaje real, con el que ellas han convivido, pero del pasado: el que murió en la cruz y fue sepultado en aquel mismo lugar. 

Las mujeres viven del recuerdo de una historia de esperanzas truncadas por la violencia y por la muerte. Aún no han comprendido quién es verdaderamente Jesús. Pero la tumba está vacía, lo que indica que Jesús no es un personaje del pasado: está vivo. Por eso no pueden encadenarse a los recuerdos. Tienen que repensar todo lo que sabían de Jesús, lo que vivieron a su lado. A la luz de la resurrección, tienen que comprender con más profundidad todos los acontecimientos.

«No está aquí. Ha resucitado». Es como si dijera: Buscáis su cadáver, sus despojos, su presencia física, su cuerpo material; pero él no está en el sepulcro, entre los muertos. Tenéis que descubrirle vivo, presente junto a vosotras de una manera nueva, distinta, pero real. ¡Ha resucitado! Y su resurrección ha dado un sentido a su muerte, que no fue un fracaso, sino el cumplimiento de un proyecto de salvación. No le quitaron la vida, sino que él la entregó libremente. Sobre esa certeza pascual se funda la Iglesia de Cristo.

«Id a decir a Pedro y a sus Discípulos». Con estas palabras de envío se convierten en mensajeras, en apóstolas de los apóstoles. 

La fe de la Iglesia naciente no se construye sobre las obras de los hombres, sino sobre la fragilidad de un testimonio que en su momento no era válido en los tribunales civiles. Dios elige a lo débil del mundo para confundir a lo fuerte. Dentro de la tumba vacía reciben la palabra de un mensajero que las manda a Galilea, para reiniciar allí, con los discípulos y con Pedro, el camino del seguimiento de Jesús, la vida de la Iglesia.

«Él os precede en Galilea. Allí le veréis». Tienen que volver a los orígenes, a recorrer los mismos caminos que antes hicieron en compañía de Jesús. Tienen que reinterpretar, con una comprensión nueva y más profunda, todas las experiencias anteriores, las enseñanzas de Jesús, sus signos poderosos. 

Las mujeres subieron con Jesús a Jerusalén, pero ya no deben quedarse allí. Tienen que salir de Jerusalén, para que la Iglesia se extienda por el mundo.

La fe de la Iglesia surge del testimonio débil de las mujeres, porque no se fundamenta en la fuerza de los hombres, sino en la debilidad de Dios. El sepulcro está vacío, aunque nadie ha visto el momento exacto de la resurrección. Todo lo que poseemos es un anuncio, un mensaje, un evangelio: «Ha resucitado y os precede en Galilea, tal como os había anunciado». Lo único que importa ahora es lo que él había anunciado, su mensaje, que a través de las mujeres que lo propagan y de los discípulos que lo reciben y lo anuncian también, tiene que llegar a todos.

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