Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 14 de agosto de 2015

la hermana Inés y sus muchos hijos


Ya les conté que durante el mes de julio estuve en Israel guiando una peregrinación y que, al terminarla, me quedé una semana en Jerusalén, en la casa de las franciscanas misioneras de María. Allí tuve oportunidad de hablar varias veces con la hermana Inés, que se ocupaba de la sacristía.

La hermana Inés nació en Santander en 1932. Estudió secretaría y contabilidad y trabajó ocho años en el banco Santander. En cierto momento se sintió llamada a la vida religiosa y entró en las franciscanas misioneras de María en 1961. 

Se formó en Pamplona y Grotaferrata (Italia). Al concluir la formación, se ofreció para ir a China pero, cuando se estaba preparando para partir, las superioras la pidieron trabajar en la contabilidad de la gobernación del estado Vaticano. Estaban buscando una persona que actualizara las cuentas de la Santa Sede y ella era la persona adecuada. Así que su primer trabajo como religiosa fue hacer balances, cuadrar cuentas y enseñar contabilidad a algunos monseñores de la curia romana.

Al cabo de algunos años volvió a España, trabajó en la administración de algunos colegios de la congregación y estudió teología. Pero ella seguía sintiendo la llamada misionera, por lo que habló con sus superioras, que la enviaron al Medio Oriente. 

Para poderse comunicar, estudió hebreo en Israel y árabe en Siria. Cuando se incorporó a una comunidad de hermanas en un pueblo de Galilea para trabajar con la gente del lugar sufrió una terrible decepción. Le pidieron que diera una charla a los cristianos palestinos y, al terminarla, le gente le dijo que no había entendido nada. 

Ella había pasado dos años en la universidad estudiando árabe literario y descubrió que la gente sencilla habla una manera dialectal del árabe, que no tiene escritura ni se corresponde con el árabe culto, que se pronuncia de manera distinta, y los verbos son distintos también. Así que se dedicó a enseñar a leer y a escribir a los niños, aprendiendo de ellos la manera de hablar del pueblo.

Los años siguientes trabajó en el Líbano, Siria, Egipto, Israel y Jordania, pasando de un país a otro por los senderos de montaña en tiempos de guerra. 

Estando en Jordania, todas las hermanas de la comunidad se dedicaban a servir a los necesitados, pero ninguna tenía un trabajo remunerado, por lo que vivían muy pobremente. Entonces se enteraron de que en la embajada de España estaban buscando una secretaria y se presentó para el puesto.

El embajador, al ver a la monja que se ofrecía para ser secretaria, se lo tomó a broma. Le preguntó si sabía idiomas, si sabía escribir cartas, si sabía usar una máquina de escribir (por entonces no había ordenadores). 

Ella le respondió que la pusiera a prueba. Total, entonces no había en el país nadie que conociera el español y estuviera capacitado para realizar esa misión y era difícil llevar a alguien desde España. Cuando empezó a realizar su trabajo, todos se quedaron admirados de su capacidad. 

Allí entró en contacto con la triste realidad de algunas europeas casadas con jordanos, que descubrían que no era lo mismo vivir con un musulmán en Europa que en su lugar de origen. 

Incluso se presentaban hombres del lugar ofreciéndole dinero para que les consiguiera una mujer española, ya que les salía más económico casarse con una extranjera que hacerlo con una del lugar, porque allí el esposo tiene que compensar a los padres de la esposa por llevarse a su hija y, como normalmente las extranjeras no dominan el idioma, son más sumisas y no tienen a nadie que pueda darles una mano. 

A estos les hacía comprender que eso no era posible y a las que se encontraban allí las ayudaba en cuestiones de papeleos, mediación con las familias de los esposos, ayudas sociales, regularizaciones de los hijos, regreso a España, etc.

El trabajo en la embajada le produjo muchas satisfacciones, pero ella se había consagrado a servir a los pobres, por lo que lo dejó en 1982. Desde entonces pasó 23 años poniendo vacunas a niños palestinos y atendiendo enfermos y heridos en la parte musulmana de Jerusalén. 

En aquel contexto, la mujer es valorada por los hijos que tiene. Las mismas personas a las que servía, algunas veces la echaban en cara que ella no tenía hijos, a lo que ella respondía que tenía muchos, ya que todos los hijos de las mujeres pobres eran hijos suyos. Cuando las mujeres le preguntaban por qué no se casaba, ella siempre respondía que está casada con el mejor marido, que es Jesús.

Todo lo que ha vivido la hermana Inés en estos años daría para escribir muchas novelas. Ahora vive en una comunidad internacional en Jerusalén, con otras veinte hermanas que tienen todas experiencias similares a las suyas. Ellas han hecho de su vida una ofrenda a Dios y por amor a él han dejado su patria y se dedican a servir a los más pobres, sin esperar nada a cambio. 

Normalmente los periódicos y las televisiones no hablan de las misioneras ni de los misioneros, no cuentan sus historias ni los tienen en cuenta. Pero ellos son los mejores representantes de nuestra sociedad y los mejores embajadores de la Iglesia.

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