Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 5 de noviembre de 2016

Santa Isabel de la Trinidad: después de la muerte de su padre


Cuando Isabel tenía dos años murió su abuela materna y su abuelo se trasladó a vivir a la casa de sus padres, que ya se habían establecido en Dijon.

Cuatro años después falleció su querido abuelo y ocho meses más tarde su padre de manera repentina. Lo hizo en los brazos de su hija, que lo recuerda en un poema juvenil: 

«A tu viuda dejaste llorosa
y a tus hijas muy niñas, en flor […]. 
En mis frágiles brazos de niña,
de sus muchas caricias al son,
te dormiste con breve agonía,
que el combate final te acortó.
¡Vanamente intenté prolongar
ese largo suspiro de adiós!» (P 37).

Su madre, su hermana y ella dejaron la villa que habitaban y se trasladaron a un piso de alquiler frente al Carmelo de Dijon. 

Sin ser ricas, tenían una posición económica desahogada, por lo que las niñas recibieron clases particulares de cultura general en casa y de música en el conservatorio. Isabel practicaba largas horas con una «voluntad de hierro» hasta perfeccionar cada partitura, por lo que llegó a ser una virtuosa del piano y ganó varios premios. 

Incluso los periódicos de la época se hicieron eco de sus logros: «La señorita Catez, primer premio de piano, ha arrancado unánimes aplausos por el capriccio brillante de Mendelssohn. Era un placer ver llegar al piano a esta joven que es ya una pianista distinguida, con unos dedos excelentes, bella sonoridad y un verdadero sentido musical. Un primer paso como este permite tener bellas y grandes esperanzas sobre esta niña».

Las hermanas Catez compaginaron sus estudios con una intensa vida social: practicaban deportes, estudiaban idiomas, participaban en la vida parroquial (catequesis, coro, actividades asistenciales con los hijos de las empleadas en la fábrica de tabaco), realizaban numerosos viajes y excursiones al mar y a la montaña, frecuentaban veladas y fiestas, etc.

Con solo siete años, Isabel toma conciencia de que debe reprimir sus ataques de ira y trabaja para controlar sus emociones, especialmente a partir de su primera confesión. 

Con ocho años escribe: «Querida mamaíta: Al desearte un feliz Año Nuevo, quisiera prometerte que seré muy buena y muy obediente y que ya no volveré a hacerte enfadar, que ya no lloraré y que seré una niña modelo para que estés contenta. Solo que no me vas a creer. Pero voy a hacer todo lo posible para cumplir mis promesas, y así no mentir en esta carta como miento a veces» (Cta 4). 

Por entonces confiesa a un sacerdote amigo de la familia su deseo de ser religiosa. La madre no se lo toma en serio, pero él sí. 

Solo un año después, Isabel escribe: «Ahora que ya soy mayor, voy a ser una niña dócil, paciente, obediente, estudiosa y que nunca se enfade. En primer lugar, como soy la mayor, tengo que dar ejemplo a mi hermanita. No le llevaré más la contraria. En fin, seré una niña modelo, y tú podrás decir que eres la madre más feliz del mundo. Y como espero tener pronto la dicha de hacer la primera comunión, seré todavía más buena, pues le pediré a Dios que me haga todavía mejor» (Cta 5). 

Sus propósitos se fueron convirtiendo en obras, especialmente durante los dos años que precedieron a la primera comunión, que recibió a los once años, tal como se acostumbraba entonces. 

De todas formas, cuando contaba diecinueve confiesa que seguía luchando por controlar su carácter: «Hoy he tenido la satisfacción de ofrecerle a mi Jesús varios sacrificios en mi defecto dominante, ¡pero cómo me ha costado! En eso conozco mi debilidad. Cuando me reprenden injustamente, me parece que siento hervir la sangre en mis venas y todo mi ser se rebela. Pero Jesús estaba conmigo, escuchaba su voz en lo hondo de mi corazón, y entonces me sentía dispuesta a soportarlo todo por su amor» (Diario 1).

El día de su primera comunión lo vivió con una intensidad especial y lloró de alegría en la Iglesia. Por entonces no se podía tomar ningún alimento ni bebida desde la noche anterior. Al terminar la ceremonia, los niños eran acompañados a un salón donde recibían un desayuno festivo. Mientras iban de camino, dijo a una amiga: «Yo no tengo hambre. Jesús me ha alimentado». Su compañera recordará esas palabras toda su vida. 

Poco más tarde empieza a componer sus primeras poesías. En una de ellas confiesa que ya desde entonces aspiraba por darse totalmente al Señor: 

«Cuando Jesús en mí fue aposentado
y Dios tomó de mi alma posesión,
tanto y tan bien que desde aquel contacto,
después de aquel coloquio misterioso,
de aquel divino encuentro delicioso,
no aspiro sino a darle a Dios mi vida
a devolverle un poco de amor tanto
a mi Adorado de la Eucaristía
que acunaba en mi débil corazón,
inundado con todas sus delicias» (P 47). 

El mismo día de su primera comunión, su madre la llevó al Carmelo para saludar a las hermanas. Allí, la priora explicó a Isabel que su nombre significa «Casa de Dios». Para ella escribió estas palabras en el reverso de una estampa: «Tu santo nombre encierra un gran misterio que hoy ha realizado en ti el Señor. Niña, tu corazón es “Casa de Dios” en la tierra, de Dios que es todo amor».

Ella quedó profundamente impresionada de ser la morada donde vive Dios. Esta certeza no la abandonará nunca a partir de este momento y su vida interior fue creciendo hasta una altura que nos sorprende.

Tomo este texto de mi último libro: Santa Isabel de la Trinidad, vida y mensaje, editorial Monte Carmelo, Burgos, 2016. Tienen aquí la reseña de la editorial.

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