Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 4 de noviembre de 2016

Santa Isabel de la Trinidad: primera infancia


María Josefa Isabel nació en un campamento militar de Francia, el 18 de julio de 1880. Su padre, José Francisco Catez, provenía de una familia campesina pobre y con muchos esfuerzos llegó a ser capitán del ejército. Su madre, María Emilia Rolland, era la hija única de otro capitán en una familia más acomodada. Ambos eran muy religiosos y ambos estaban acostumbrados a mandar.

Hay una carta que su madre dirige a su padre, que se encontraba de viaje, que la retrata perfectamente: «No olvides mis consejos, come, no abuses de la cerveza ni de los cigarros, cuida tu salud y piensa en nosotros». ¡Cinco imperativos en línea y media! Isabel heredó el carácter fuerte e intrépido de sus progenitores y tuvo dificultades para entrar en el monasterio porque su madre (que la amaba sinceramente) quería decidir por ella. 

La niña fue largamente deseada por sus padres, Francisco José Catez y María Rolland, que tenían ya 48 y 34 años cuando ella nació. El embarazo fue difícil y el parto aún más. Tras treinta y seis horas de profundos sufrimientos, los médicos anuncian al padre que el parto no se puede alargar más, que tienen que provocarlo, aunque probablemente la criatura nacerá muerta y quizás también fallezca la madre. 

Movido por sus profundas convicciones religiosas, el padre levanta de la cama al capellán en medio de la noche y le pide que celebre una misa por su mujer. Al finalizar la misma, nace Isabel, «muy guapa, muy vivaracha y llena de salud», como escribe su madre en una carta. 

En familia la llamaban “Sabel”. Desde muy pequeña fue muy alegre y comunicativa, con aptitudes de líder, al mismo tiempo que muy piadosa. Con solo dos años ponía de rodillas a sus muñecas y rezaba con ellas. Pero también se manifestaba colérica e indomable: «Es un puro diablo. Se arrastra sin parar y cada día necesita un par de pantalones. Además es una gran parlanchina», transmite su madre en otra carta. Sus rabietas se hicieron proverbiales: se enojaba si no conseguía algún capricho, gritaba, lloraba hasta no poder respirar, se le ponían los ojos rojos…

Hay una anécdota que la retrata bien: Tenía una muñeca a la que llamaba «Jeannette». Cuando Isabel solo tenía dos años y medio, vistieron a su muñeca de Niño Jesús para la misa de Nochebuena, convencidos de que no la echaría de menos ni la reconocería, pero a mitad de la misa se dio cuenta de que el Niño que había en la cuna junto al altar era su muñeca disfrazada y se puso a reclamarla a gritos: «¡Cura malo, devuélveme a mi Jeannette!». Ante la sorpresa de los asistentes, que no entendían por qué gritaba la niña, los padres tuvieron que abandonar el templo con ella en brazos, sin poder calmarla. 

Era tan lista y tenía tanto carácter que un sacerdote amigo de la familia decía siempre: «Esta niña será un ángel o un demonio. Solo el tiempo nos lo dirá». Durante la infancia, varias veces amenazaron a Isabel con internarla en un reformatorio para niñas problemáticas, e incluso preparaban su maleta para amedrentarla, pero ni aún así conseguían doblegar su voluntad. La institutriz que educó a Isabel desde los seis a los nueve años, testimoniará mas tarde: «Esta niña tenía una voluntad de hierro para conseguir todo lo que se proponía».

En 1883 nace su hermana Margarita, dotada de un carácter dulce y tierno, todo lo contrario que ella. A pesar de las diferencias, la relación con su hermana fue siempre excelente. Ella fue su compañera de juegos y su confidente hasta la muerte de Isabel. De hecho, junto con su madre, es la destinataria del mayor número de cartas de Isabel.

Tomo este texto de mi último libro: Santa Isabel de la Trinidad, vida y mensaje, editorial Monte Carmelo, Burgos, 2016. Tienen aquí la reseña de la editorial.

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