Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

domingo, 28 de mayo de 2023

Cristo nos regala su Espíritu



Hoy concluyen los 50 días de las fiestas pascuales. En principio, "Pentecostés" significa precisamente eso: "50 días". La Pascua es un acontecimiento tan importante, que no basta con celebrarla un día al año. La preparamos durante 40 días (la Cuaresma) y la celebramos durante 50 días más (el Tiempo Pascual). Como conclusión de la Pascua celebramos el gran regalo de Jesús resucitado para su Iglesia y para los creyentes de cada generación: el Espíritu Santo.


Para Israel, en su origen la Pascua celebraba el inicio de la cosecha de los cereales y la llegada de la primavera y Pentecostés celebraba el final de la cosecha de los cereales y el inicio del verano.

Pero estas dos fiestas adquirieron un significado más profundo al unirlas a dos acontecimientos históricos: Pascua se transformó en la conmemoración anual de la salida de Egipto, de la liberación de la esclavitud, y Pentecostés se transformó en el recuerdo anual de la alianza del Sinaí, del don de la Ley, de los diez mandamientos, que nos permiten vivir como hijos de Dios, como seres verdaderamente libres. 

Como en Pascua murió y resucitó Cristo, desde entonces su significado es mucho más profundo. No es solo el recuerdo de la llegada de primavera ni es solo el recuerdo de la liberación de los hebreos en tiempos de Moisés, es la posibilidad de encontrarnos con Cristo muerto y resucitado, que permanece entre nosotros todos los días hasta el fin del mundo. 

Como durante una fiesta de Pentecostés Jesús resucitado envió el Espíritu Santo sobre la Iglesia, llevando a plenitud su obra de salvación, para los cristianos esta fiesta es el perenne recuerdo del gran regalo de Jesús: su Espíritu, que guía la Iglesia hacia la plenitud, que actúa en los sacramentos, que nos convierte en hijos de Dios y que un día nos resucitará de la muerte para hacernos partícipes de la vida eterna.

Ante algo tan grande, solo podemos repetir con el salmo responsorial de la misa de hoy:

Bendice, alma mía, al Señor.
¡Dios mío, qué grande eres! [...]
Gloria a Dios para siempre,
goce el Señor con sus obras.
Que le sea agradable mi poema,
y yo me alegraré con el Señor.


Sí, alegrémonos en el Señor, que nos regala su Espíritu, el mejor de sus dones, el más precioso.

Les propongo orar con esta recreación de un poema de san Juan de la Cruz (Llama de amor viva):

¡Oh fuego de amor vivo,
que sabiamente quemas
las impurezas todas de mi casa!
Pues ya soy tu cautivo,
cauteriza y no temas
hacer del leño verde ardiente brasa.

Lucero vivo, sol,
que brillas fuertemente
y enciendes toda lumbre, toda hoguera.
Conviérteme en farol
que guíe humildemente
al que vive en la noche y la ceguera.

Horno de amor primero,
que das vida y calor
al que vive en el frío y soledad.
Quiero ser un brasero
que dé un poco de amor
y congregue al calor de la amistad.

Atmósfera de cielo
que envuelves con amores
y en mi alma como Espíritu te anidas,
alivia mis anhelos,
mitiga mis ardores
y hazme respirar eterna vida.

¡Oh lumbre poderosa,
oh fuente de energía,
que todo lo iluminas y embelleces!
¡Oh lámpara preciosa,
brillante mediodía,
quédate con nosotros, que oscurece!

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