Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 26 de mayo de 2022

Con Cristo hemos entrado en el cielo


La muerte y resurrección de Cristo van indisolublemente unidas a la subida a lo alto. La muerte significa el abandono del mundo terreno, el fin de los sentidos corporales; la resurrección es la entrada en el mundo divino, el comienzo de la vida sobrenatural. Por eso dice el Señor al hablar a los discípulos de su muerte: "Me voy al Padre" (Jn 16,28).

El evangelista, al hablar de la última ida a Jerusalén, comprende bajo el nombre de "asunción" (es decir, elevación) todo el conjunto de los sucesos que allí van a tener lugar: pasión, muerte y resurrección. "Estando para cumplirse los días de su asunción, se dirigió Jesús resueltamente a Jerusalén" (Lc 9,51).

Esta idea, que con claridad meridiana aparece tanto en las palabras de la Sagrada Escritura como en el culto antiguo, obra también en el primitivo arte cristiano. Este representó al Señor en su ascensión subiendo, a grandes pasos y, al parecer, incluso ya fatigado, hacia la cima de un monte, a veces con la cruz en la mano o al hombro, en tanto que de entre las nubes del cielo se tiende hacia él una mano como para ayudarle. Representa la Ascensión del Señor en su sentido más amplio. Es esta una hermosa expresión de la unidad e inmediata sucesión que liga la pasión y la glorificación: una subida llena de fatiga (la pasión), conduce directamente y sin parada alguna, a la cima de la gloria, al Padre, que ya tiende desde allí su diestra.

La Iglesia nos muestra lo que tenemos que entender por "ascensión": Es la entrada de Cristo, y de los redimidos por él, a través de la oscura puerta de la muerte, en el mundo de Dios, en la vida eterna.

Cristo, el Hombre Dios, saliendo del eterno amanecer de la Divinidad, penetró en el "atardecer del mundo" voluntariamente y atravesó la noche de la muerte llevando consigo la naturaleza humana a la glorificación.

En Cristo, el hombre ha logrado escapar de la inconsistencia terrena, poniendo el pie en la eternidad de Dios. 

Texto escrito por la benedictina Emiliana Lörh.

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